6 oct 2013

De los cambios de tercio y el dios Chronos

El idealismo. La alfombra roja que se recoge a medida que avanzas hacia ella. Como confeti cayendo hacia arriba alejándose de ti. Como un foco que se apaga al cruzarse contigo.

Cuando pienso en el futuro nunca lo hago sin soñar. Así somos los estúpidos optimistas -intelectualmente alejados de los "newtonianos" pesimistas-, soñadores, que no ilusos. Aún a los 15 pensaba que tenía oportunidad de debutar en el Nuevo Colombino contra el Barcelona de Ronaldinho. Sin embargo, el tiempo te baja de las nubes con su consiguiente dosis de realidad. Y aunque quienes hayan compartido algún minuto sobre el mismo terreno de juego  con ese adolescente bajito y regordete que se hacía llamar León -allá por 2005- puedan albergar alguna duda de que el susodicho llegara a debutar en primera división; hoy, 6 de octubre de 2013, puedo confirmar que finalmente no me convertí en  futbolista profesional, y quee probablemente no llegue a serlo jamás (aunque nunca se sabe).

Del mismo modo que a los 15, aún sigo soñando. Bien es cierto que ya no sueño con ser futbolista, aunque a menudo sueño con tener actuaciones increíbles en partidos amistosos con mis amigos de toda la vida (algo que realmente añoro de España). Tampoco sueño con sacar matrículas de honor en exámenes universitarios, pues desafortunadamente ese periodo de mi vida quedó atrás hace no mucho. Ahora sueño con disfrutar de mi trabajo, 8 horas al día, 40 horas a la semana. Disfrutar de un total de 480 minutos diarios y 2400 semanales en los que no haya momento de girar la muñeca y ver congelada esa tediosa manecilla de reloj; negándose a avanzar. El tiempo es el eje sobre el que todo gira -incluyendo esas manecillas- y por eso sueño incansablemente con aprovecharlo y disfrutarlo al máximo, incluso en el trabajo. 

Todo cambio tiene un periodo de adaptación. Entre el 5 el 9 de septiembre del presente año se produjo la metamorfosis en la que dejé de ser estudiante y apuesto príncipe para convertirme en sapo. Cuatro días no fueron suficientes para asimilar el gran cambio, y esa desazón temporal adquirida tras el mismo es posiblemente fruto de ello. Esto, acompañado de unas primeras tareas laborales que no cumplieron las expectativas que uno mismo se había creado, condujeron a un desasosiego aún mayor. Un desasosiego  temporal (¿y qué no lo es?) proveniente de una realidad que no se ajustaba a mis sueños. Ahí es donde la realidad golpea y castiga implacable, obligando a tus rodillas a inclinarse bajo tu propio peso arrastrando a tu cuerpo con ellas. 

Es justo en ese preciso instante en que te inclinas cuando comienza el nuevo ciclo onírico, en el cual te sueñas caminando muy erguido, subiendo la colina aguas arriba. Superando cualquier obstáculo, incluyendo aquellos antiguos sueños no cumplidos que tanto pudieron frustrarte. Y ya desde lo alto, habiendo conquistado la cima y mirando esa esfera que es el mundo desde arriba, comienza la reconquista de tus viejos sueños. Ayudado de Hércules, hijo de Zeus, empujas esas antiguas y congeladas agujas de tu reloj de pulsera gobernadas por Chronos, que poco a poco empiezan a desoxidarse con el movimiento. Y comienzan a correr, más y más rápido, llegando a un punto en el que cuando giras la muñeca para mirar la hora, te sorprendes de lo rápido que pasan los minutos. Esto es señal inequívoca de que disfrutas de lo que haces en cada momento, volviendo a ese instante infinito, a ese punto del eterno retorno de lo idéntico en el que te lamentas al decir: 
"Hay que ver lo rápido que pasa el tiempo".








9 jun 2013

Déjà-vu 2014

La última vez que me senté a escribir en fue en Nochebuena de 2012. Bueno no es cierto, matizo. La última vez que escribí alguna chorrada variopinta por el placer de escribirla más allá de las infinitas e inútiles cartas de motivación exigidas por tantas otras empresas fue en Nochebuena de 2012. 

Mi caligrafía sigue siendo igual de horrible y las líneas que escribo casi pueden verse paralelas con mucho esfuerzo. Aprieto el puño izquierdo con el que golpeo la mesa una, dos, tres veces. El derecho sostiene firmemente el lápiz, preparado para escribir. Cierro los ojos en un ejercicio de reminiscencia para tratar de describir mis sensaciones al ver la graduación de la promoción 2011-2012 en Cranfield University y así intentar explicar cómo me trasladé en el tiempo sin moverme físicamente de aquel bar mal denominado CSA (Cranfield Student’s Association).

En este déjà-vu me veía a mí mismo en tercera persona, como espectador en mi propia fantasía, de pie sobre esa misma moqueta (que seguramente no habrán limpiado tampoco para entonces), en ese mismo bar-cafetería-discoteca-restaurante un año más tarde, absorto, contemplando la máquina de chocolatinas de turno e intentando decidirme por comprar unos Maltesers o unos M&M’s.

Un sinfín de sensaciones me abordaron entonces, como miles de flashes en una milésima de segundo, instantáneas de buenos momento vividos, de todas esas caras conocidas y de aquellas que me habría gustado conocer un poco más. Comencé a caminar hacia dentro del bar desde la entrada, y no reconocí a ninguno de esos estudiantes del pasado año (que en mi déjà-vu serían las caras de los estudiantes del año 2013-2014). Me movía a cámara lenta por el bar, les veía mover los labios, pero sólo oía su silencio. Podía leer todas esas conversaciones sobre el año que llevaban separados, sus nuevos trabajos, sus nuevos hogares y amigos, sus nuevas ambiciones. Me imaginé a mí mismo hablando con mis actuales compañeros sobre nuestro presente (nuestro futuro a día de hoy), riendo, cuchicheando y cotilleando cuales marujas sobre todas aquellas historias de las que no nos percatamos en el año anterior.

Me sorprendí cerrando los ojos, saboreando lo inusual de esa situación. Y progresivamente, el tiempo volvió  a correr a la misma velocidad al mismo paso que el sonido volvía hacerse perceptible a mis oídos. Como si nada hubiese ocurrido y todo fuese producto de mi imaginación. Los allí presentes volvieron a hablar en ese idioma que había descubierto esa nueva faceta británica en mí a la que tanto recurro desde mi llegada a la pérfida Albión: la sonrisa educada. 

Me moví buscando alguna cara conocida con la que volver a sentirme parte de aquel todo, y no un forastero más, pero seguía sintiéndome fuera de lugar. Como si al rompecabezas sólo le fallara una pieza y esa pieza fuera yo.  Tras permanecer un tiempo en esa sala llena de extraños, decidí regresar a aquel instante donde comenzó todo, intentando deshacer el conjuro de algún modo.  Saqué mi cartera descolorida, tomé una moneda de una libra y acabé por decidirme por los M&M’s… una vez ya había comprado los Maltesers. Me senté en uno de los sillones situados a la entrada del bar y entonces sí, volví a sentirme en casa.